Regresó el coro para el éxito completo de ‘La tabernera del puerto’
Esta vez, a la segunda fue la vencida, con la posibilidad de escuchar la zarzuela de Sorozábal tal como fue concebida y el bis de ‘No puede ser’ a cargo del gran triunfador, el tenor Celso Albelo

'La tabernera del puerto' en el teatro de la Zarzuela
La tarde se presentaba enrarecida por los acontecimientos del día anterior, ese estreno a medias, del pasado miércoles, en contra de la voluntad del coro del teatro de la Zarzuela que ha provocado el disgusto, y la indignación, de este colectivo.
Sus reclamaciones laborales no han contado con el apoyo de los responsables artísticos de la casa. Por eso se sienten abandonados, traicionados y buscarán el respaldo del ministro al que, en última instancia, y con el anuncio de próximas, nuevas movilizaciones a mediados de mes, le tocará intervenir en este pulso.
¿Quién lo ganará? De momento, el público, porque la música ha vuelto al segundo intento, como por otra parte estaba previsto, ya con todos los elementos artísticos implicados. Los profesionales convocados en el reparto alternativo de La tabernera del puerto redimieron la frustración palpable del estreno, con su triunfo.
Demasiado a menudo se olvida lo esencial: que la tarea de todos los profesionales involucrados en tan compleja tarea consiste, básicamente, en mostrar los valores de la obra artística. Por eso resulta un goce renovado regresar, siempre que se repone, a esta cuidada producción que Mario Gas sirvió ya, por primera vez, en 2018, de esta joya de Pablo Sorozábal, una suerte de Peter Grimes de connotaciones ibéricas, concebido para el público de 1936 (tiempos turbulentos).
El profundo amor que el director siente por el género se aprecia en cada detalle de su inteligente puesta en escena. ¡Qué placer no tener que retornar a los delirios con los que otros, más famosos (la celebridad es asunto diverso) colegas suelen pretender ilustrarnos para que, pobres de nosotros, logremos comprender las verdaderas intenciones de los autores, esos sutiles enigmas solo alcance de algunas, escasas mentes privilegiadas que velan por los desvalidos!
Y aquí habría material abundante para apelar a Freud y todos sus discípulos. Lo hay, por ejemplo, en la naturaleza ambigua de la relación entre Marola y su padre (algunos creen que amante) Juan de Eguía; en la obsesión del británico Simpson con la negritud, o en la exclusión del diferente, en este caso, la protagonista, por una comunidad recelosa de la libertad con la que actúa la mujer, pese a todo…
Pero lejos de adornarse con pretenciosas fintas de dudoso efecto, Gas se «limita» a iluminar el camino de las ideas que destilan el texto y la música, sin vanas alteraciones, añadidos ni mutilaciones. Y que sea el espectador el que, con su cultura, establezca conexiones, reflexione o simplemente se deje mecer por la elocuencia de los autores y la fértil belleza melódica del compositor.
El oficio (una palabra a la que se le ha dado la vuelta para dotarla de connotaciones negativas) de Gas para dotar de significado diáfano el movimiento de los actores, cuidar de la exacta pronunciación del texto y rodearse de los excelentes profesionales que sirvan a sus intenciones (la maravillosa luz, la escenografía detallista de Frigerio, el justamente adecuado vestuario de Squarcipino que, a pesar de su elegancia, no convierte a los marineros en almirantes, …), ofrece como resultado un trabajo revolucionario. Lo es por conservador, justamente cuando la pretendida provocación, convertida en rutina, resulta ya, una y otra vez, previsible, inocua y cansina.
Para estas funciones, el coliseo madrileño cuenta con cantantes españoles de primer nivel, unos más experimentados que otros, pero en ocasiones esa mezcla entre juventud y madurez suelen aportar resultados bien interesantes. Sucede con la pareja de protagonistas. La soprano catalana Serena Sáenz se encuentra en los albores de lo que parece una carrera prometedora, con importantes compromisos en los más relevantes teatros centroeuroepeos.
De Celso Albelo todo lo bueno se ha dicho ya, y lo que todavía falta, porque aquí se ha presentado en plenitud de recursos, con la voz descansada, en absoluta posesión de los medios de gran belcantista que siempre ha atesorado, incluida esa bala de oro indispensable si se aspira a dominar su repertorio natural (donde siempre ofrece lo mejor): por arriba no hay quien le tosa, el agudo se proyecta como un estilete, con más cuerpo dicen los que no le escucharon cantar sus primeros Puritani de Bellini que, desde entonces, nadie ha logrado superar, si acaso, situarse en un mismo plano de excelencia.
Hubo un clamor en la sala después de su elaborada interpretación de la célebre romanza No puede ser, con la que se ha animado hasta Elina Garança, una mezzo, dada su popularidad y arraigo en el repertorio. Tanto fue el entusiasmo que se concedió el bis: Pérez Sierra, en el foso, se las vio y deseó para moldearse al tenor, que jugó a placer alargando y conteniendo, en un sutil despliegue de claroscuros que regala su belcantismo, pero el maestro madrileño supo seguirle con su destreza de magnífico concertador.
Dotado de un timbre tan bello, y como sabe cantar a la vieja usanza, Albelo debería olvidarse de un detalle innecesario: se obstina, a veces, en arrastrar innecesariamente la última consonante como si con ello el efecto resultara en un mayor énfasis vigorizante: no es así, el efecto parece vulgar, impropio de un cantante de tanta clase (sí, lo hacía Pavarotti, pero en menor medida).
A Serena Sáenz le perjudica que Marola, en esencia, demanda una voz con algo más de carne, pero a partir de lo que dispone, que no es poco, dota al personaje de belleza y enjundia a partes iguales: cuando se encarama por las alturas, su delicado instrumento percute y se expande. Aunque resulta expresiva, le falta aún un punto más de calor, de pasión. Ambos, tenor y soprano, podrían protagonizar una Lucia di Lammermoor de altos vuelos, por ejemplo, como se apreció en sus dúos.
En la parte vocal lucieron, también, a su gran nivel acostumbrado tanto el barítono César San Martín, uno de los intérpretes más aclamados en los saludos finales, como el bajo-barítono Simón Orfila. El primero, con su notable desempeño dramático, se lució especialmente en esa casi última escena que tiene reminiscencias ineludibles de ‘Rigoletto’, del mismo modo que el final de la tormenta remite a Puccini, más que a Debussy.
Orfila es un seguro de vida, un animal escénico que se mueve siempre a placer por el escenario, con evidente soltura, ya sea en cometidos serios como cómicos. La voz, de generoso caudal, se ha ensanchado y ahora afronta papeles cada vez más dramáticos, los bajos de Verdi.
Tiene madera para ello, aunque es cierto que se le nota un ligero vibrato, hasta cierto punto natural en quien lleva en los escenarios desde que aún usaba pantalones cortos (ahora se emplean en todo tiempo y edad). Su ídolo, Samuel Ramey, arrastró un molesto tembleque (mucho más evidente y acusado) en todo el último tercio de su gloriosa carrera, y aun así cantaba un Boris Godunov impresionante. No tiene por qué preocuparse.
Como Abel, Ruth González volvió a mostrarse tan segura como en pasadas ocasiones, dotando de interés particular a un personaje que a menudo se olvida o desprecia, cuando resulta esencial como representante de esa inocencia perdida que hace tiempo desapareció de un pueblo surcado de soledades ahogadas en alcohol, prejuicios, malos tratos, anticlericalismo y, sí, unas gotas de humor y amor para capear los intensos temporales.
Fabulosos todos los actores, especialmente Vicky Peña y Pep Molina. Siempre a su magnífico nivel el coro (sus desvelos actuales, que ojalá se resuelven en los despachos, no empañan jamás su desempeño profesional) y buena (que no excepcional) la orquesta: esa cuerda parece siempre empobrecida, pero es un mal común en la ORCAM, como se pudo apreciar ben la reciente Segunda de Mahler.
Pérez Sierra se mostró muy atento a los cantantes y sus necesidades. Y allí donde surgen un par de pinceladas sinfónicas, como en la tormenta, en la pintura casi impresionista del amanecer pueblo costero, lució sus mejores credenciales, afanándose en la búsqueda de los colores precisos.
Al final, aplausos y aclamaciones para todos, incluido el coro, para el que no hubo reproches, más bien lo contrario, como se escuchaba en los corrillos.