
Portada de la Feria, la principal zona de encuentro
La contracrónica definitiva de la Feria de Córdoba
He contemplado material para cien novelas que bien pronto podrían convertirse en best sellers. Bienvenido a la Feria de Córdoba, no hay nada igual, me dijo un notas
Llegó la crónica que estaban esperando. Sus anhelos resueltos; rezo queden satisfechos. El apetito colmado; ahítos tras la salida de ese banquete interminable sabor albero que ha durado casi diez días. Una contracrónica de alguien que nunca ha sido demasiado aficionado a los menesteres de la Feria. ¿Odio? sería decir demasiado hacia ese mundo llamado Feria de Córdoba; ¿Amor? un disparate. Porque hablamos de la Feria. Ese no-lugar, esa dimensión paralela, ese universo desconocido donde todo es posible. Ríanse de las novelas pulp y de las pelis de ciencia ficción. Si hubiera querido, usted, sí, un viaje cósmico, debiera haber visitado El Arenal a la caída de la tarde hasta la madrugada cualquier de estos últimos días. ¿Se arrepiente ahora? Que se chinche. No haber dudado haberse dejado arrastrar por esa marabunta que ni Charlton Heston. Allí donde pasó de todo y usted no estuvo. Esas cosas que solo pasan una vez.
Tras mi incursión ferial el primer sábado para cubrir el concierto de Lost Acapulco, y la crónica del Botellón desde sus entrañas del miércoles, me quedé con ganas de más. Droga pura. Y es que me rondó por la cabeza escribir la contracrónica de la Feria más oculta; la de las casetas raras y progresistas, la de los chiringuitos de barrio, las macrocasetas de música electrónica, las neoliberales, y las de otras etnias.

Desde lo alto de la noria se puede ver todo el recinto ferial
Contar que he visto a tipos que deambularon como sonámbulos de tejado en tejado -los he visto- aferrados a una jarra de rebujito vacía, a mujeres vestidas de flamencas correr descalzas para no perder el autobús de vuelta. Sí, yo he visto como algunos muchachos escalaban paredes de caseta, he visto el frenesí, el drama y la alegría. He contemplado material para cien novelas que bien pronto podrían convertirse en best sellers. Bienvenido a la Feria de Córdoba, no hay nada igual, me dijo un notas. Háganse un selfi conmigo. Invito yo.
De camino en bus
La Feria tiene sus propios códigos: todos al margen de la vida real. Así que, como un cow-boy galopando en mitad del desierto, decidí enfrentarme a mis propios demonios y dirigirme a la parada del 10 altura Huerta de la Reina. Lo pillé a la carrera. Era media tarde de un viernes de Feria. Mi idea era bajar en el Centro, echar un vistazo al ambiente y dirigirme con paso firme -es un decir- hacia el Recinto Ferial, al otro lado del río. Así hice.
Al bajar del bus en Fuentes Guerra, la calle Cruz Conde presentaba un aire distendido, como de tarde-noche veraniega provinciana en la que los paisanos deambulan para tomar el fresco con las manos a la espalda. Los bares estaban animados y la Taberna Góngora recién había abierto. Pasé de largo. Porque yo quería ir al meollo. Yo quería ir a la Feria.
Fui bajando por Calle Nueva, Cuesta Luján y Calle Feria. Paré a saludar a los amigos de La Boca. Según me iba acercando al Puente de Miraflores, la noche se echaba encima. Cruzado el río y bordeado el neo-brutalista -ya quisieran- edificio del C3 empezó lo bueno. Había un puesto de vino aragonés con galleta incluida -lo probé, quién dijo miedo- y muñecos enormes vestido de maños. Otros puestos de churros, tómbolas y comida rápida de la morería nos introducían al enjambre humano antes de cruzar un puente del Arenal coronado de bombillas y con sucesivos puestos de manteros que vendían de todo. Al final del puente, por fin, estaba la enorme entrada a la Feria.

El vino dulce con su barquillo, cita obligada para los visitantes de la feria
Imposibles macetones azules de la Portada
Flanqueando la Portada, unos gigantescos macetones color-azul-pitufo parecieran sacados de «La Tienda de Los Horrores» -evité acercarme a ellos para así evitar posibles plantas carnívoras- me recibieron en un guiño de mal augurio, pensé. Deambulé después en busca de casetas míticas que ya no existen, otras de carácter conservador, otras antifas, las progres oenegeras, las de estudiantes, las de los bomberos y las de la bachata. ¿Era necesario? Todo fue decepción. Cuenten la lista de las ex que tuvieron; así comprenderán que mayor fue mi decepción. Justo lo que iba buscando.
Algo mejoró la escena cuando me encontré con Jose, el tabernero del Bar Correo, y comentamos un par de jugadas. Buen chaval. Seguí. Quise entrar en alguna caseta -privada que sí, privada que no, yo qué sé- pero todas, o me parecieron estar sufragadas por un criminal fondo de riesgo israelí o, por otra parte, por un grupo liberal neo-conservador, o por otro tristemente pijoprogre. Aún así decidí tirarme al barro. Álvaro, tío, me dije, no tienes otra, vas a ir a los dos extremos: todo sea por tu docena de lectores que aún te leen. Así que decidí ir a la Juan 23 -según me han dicho, eso de los números romanos es como antiguo, facha, y como que no- y al Bendita Locura. Y me la jugué. Que para eso me pagan.

Una de las atracciones más visitadas
Entre múltiples actos vandálicos sucedidos al amanecer, y entre que mi abuela fuma -lo del neo-lenguaje de la pasma es de traca- y que la temperatura es alta ¿Finales de Mayo? ¿Córdoba? ¿Quizás haya sido así desde hace mil años? ¡Cambio climático, pardiez!, decidí empezar a meter la pata en ambas casetas. No, como diría ese nuestro amigo progre del primero: ¡Esto nunca había ocurrido! La caló. En fin.
Casetas imposibles y La Calle del Infierno
Acordándome de la Von der Leyen en Cuaresma, entré en la caseta de La Juana -ahora intitulada Juan 23- como un tipo solitario sin mucho que perder. Como un Hunter S. Thompson algo castizo y pendenciero, entreví viejas amistades y abrazos de vieja guardia. Decepción y progresía barata. La Feria es inescrutable. Camisetas antifas, de Ilegales, de Carolina Durante, incluso la que llevaba yo de Los Nikis. En un totum revolotum en el que no hay nadie que pueda poner orden. Me piré tras saludar al Chino.
Recorrí disco-casetas, también las tradicionales, las cutres de oenegés, las de los cayetanos, las de los quinquis, la de los bakalas, las disidentes -já-, las contendientes, las pijas y las mamarrachas. Y nunca supe qué pensar. No me dio tiempo.
Cerca de la Juan 23, pero tan lejos, el Bendita Locura me aguardaba. Mi primo Baldomero -tan amigo, tan camarada- me había pasado un pase por el móvil -al parecer no hay otro modo de acceder-, para poder entrar. Esto es peor que la T.I.A. Yo iba con la cámara al cuello. Los seguratas no parecían serlo. Me confundí. Chicas bonitas, encantadoras como nunca. Pero, suele pasar, siempre me aburro de todo. Así que decidí ir- por fin- a mi sitio favorito: La Calle del Infierno. Donde pasan las cosas en los coches de tope. Pensaba yo.

Aspecto de la Calle del Infierno
De espaldas a la Feria -y no precisamente la barojiana de los Discretos- llegué a La Calle del Infierno. Ratón volador, feriantes barrigudos en camisetas de tirantes puro en boca, puestos de algodón de azúcar y familias de clase media depauperada gestionando lo imposible. Existen mil Ferias en una, en sus 83 casetas como colmados de barrio. Un mundo.
El feriante. Estando allí, entre los cacharritos, imaginé un Hombre Elefante, un gabinete de rarezas, una sala de los espejos madrileña a lo Valle-Inclán. Un algo, joder. Un paseo en la Calle del Infierno en busca de atracciones y otros atracciones míticos tales como el Barco Vikingo -precintado otra vez- con niños disparados por los aires como todos los años, donde salir magullado tal combate de boxeo con Poli Díaz. Quizás una Noria o un Tren de los Horrores donde robar un beso como cuando teníamos quince años. Y cuarenta.

Hamburguesas Uranga
Acabé de madrugada, otra vez en Hamburguesas Uranga, entre múltiples reyertas que mañana no saldrán en La1, con las New Balance sucias de albero, los pantalones pitillo llenos de lamparones, mi camisa de lino con bordados mejicanos rasgada, mi integridad seriamente afectada y mi credibilidad profesional por los suelos. Lo del periodismo «gonzo» está muy bien, ya lo creo.
Pero César González Ruano en mesa camilla mola aún más.