Pulso legalÁlvaro Caparrós Carretero

La vergüenza no es la sentencia, es el ataque a la justicia

Actualizada 04:30

La presunción de inocencia es uno de esos pilares fundamentales que sostienen cualquier democracia que se precie. Sin ella, nos deslizaríamos por una pendiente resbaladiza hacia un sistema donde la mera acusación equivaldría a una condena. Imaginen un mundo donde cualquiera pudiera ser señalado y, sin más, castigado. Un auténtico festín para los amantes de las cacerías de brujas.

Recientemente, María Jesús Montero, vicepresidenta primera del Gobierno y ministra de Hacienda, decidió que era buena idea calificar de «vergüenza» la sentencia absolutoria del exfutbolista Dani Alves en un caso de agresión sexual. Al parecer, para Montero, la presunción de inocencia es un estorbo cuando se trata de apoyar ciertas narrativas. ¿Quién necesita un juicio justo cuando ya hemos decidido quién es culpable desde el sofá de casa?

Las reacciones no se hicieron esperar. Todas las asociaciones de jueces y fiscales, en una muestra de inusual unanimidad, exigieron «responsabilidad institucional» y recordaron que las resoluciones judiciales se adoptan tras un análisis exhaustivo de las pruebas presentadas y conforme a la legislación vigente. Es decir, que los jueces no lanzan una moneda al aire para decidir el destino de los acusados.

Ante el aluvión de críticas, Montero se vio obligada a recular. En un acto en Sevilla, pidió disculpas si sus palabras «pusieron en cuestión la presunción de inocencia, que es un pilar del Estado de derecho». Una retractación que, viniendo de este Gobierno, es casi un acontecimiento astronómico. Pero, como era de esperar, no pudo evitar matizar que sigue considerando la sentencia un «retroceso» en los derechos de las mujeres. Es decir, me disculpo, pero en realidad no.

La presunción de inocencia no es un capricho legal; es la garantía de que todos somos tratados justamente hasta que se demuestre lo contrario. Sin ella, nos enfrentaríamos a un sistema donde la acusación es sinónimo de culpabilidad, y la defensa, una mera formalidad. Un escenario digno de las peores distopías.

Lo más preocupante es que estas declaraciones provienen de una alta funcionaria del Gobierno, alguien que debería ser la primera en defender los principios básicos de nuestro sistema judicial. En lugar de eso, opta por socavarlos públicamente, enviando un mensaje peligroso a la ciudadanía: que la justicia es maleable según las conveniencias políticas.

Además, Montero no se detuvo ahí. En un alarde de «¿y tú más?», reclamó que las asociaciones de jueces mostraran la misma contundencia cuando otros partidos cuestionan sentencias o critican al Tribunal Constitucional. Una estrategia clásica: desviar la atención y repartir culpas en lugar de asumir responsabilidades.

Este episodio es sintomático de una tendencia preocupante en la política actual: la instrumentalización de la justicia para obtener réditos políticos. Se busca complacer a ciertos sectores, aunque eso signifique dinamitar los fundamentos del Estado de derecho. Y cuando las cosas se tuercen, siempre queda el recurso de la disculpa a medias y el señalamiento a los demás.

Es esencial que los representantes públicos comprendan la gravedad de sus palabras y acciones. La confianza en las instituciones se construye con respeto y responsabilidad, no con declaraciones incendiarias que ponen en entredicho principios fundamentales. Si quienes nos gobiernan no son capaces de mantener esa línea, ¿qué podemos esperar del resto?

La presunción de inocencia no es negociable. Es la línea que separa la justicia de la arbitrariedad, la democracia del autoritarismo. Y aquellos que, desde sus posiciones de poder, deciden atacarla, deberían replantearse seriamente su compromiso con los valores democráticos. Porque, al final del día, sin presunción de inocencia, todos estamos en peligro.

María Jesús Montero y su gobierno han demostrado una vez más que la ignorancia y la arrogancia son una combinación letal. Sus declaraciones, que pisotean la presunción de inocencia, no solo revelan un preocupante desconocimiento de los principios básicos del derecho, sino también un desprecio absoluto por las garantías fundamentales que protegen a todos los ciudadanos. Este episodio es un recordatorio alarmante de que estamos gobernados por individuos cuyo nivel intelectual y moral deja mucho que desear, y cuya temeridad pone en jaque los cimientos mismos de nuestra democracia. Cuando quienes ostentan el poder desprecian las bases del Estado de derecho, nos enfrentamos a una deriva peligrosa hacia el autoritarismo y la injusticia.

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