Jesús Fernández González, nuevo obispo de Córdoba

Jesús Fernández González, nuevo obispo de CórdobaPablo Castillejo

Jesús Fernández González, nuevo obispo de Córdoba

«Mi intención es, ante todo, escuchar y aprender de esta nueva realidad para poder dar la mejor respuesta posible»

Monseñor Fernández tomará posesión el próximo sábado 24 de mayo en la Santa Iglesia Catedral de Córdoba

El obispo electo de Córdoba lleva un par de días por la capital de la diócesis y todo apunta a que no ha parado, principalmente con el trajín mediático, porque todos queremos hablar con él, conocer al nuevo pastor, tener ese primer contacto que en muchas ocasiones es revelador. Y lo que se recoge de monseñor se traduce en cercanía y humildad, características que ya se nos anticiparon en los diferentes perfiles publicados desde su nombramiento por el Papa Francisco.

Su toma de posesión el próximo sábado será un acontecimiento hermoso, marcado por la liturgia y la tradición, en el marco del primer templo de la diócesis cordobesa, la Santa Iglesia Catedral y su entorno más inmediato, cuando el nuevo prelado parta hacia allí desde la puerta del Seminario Mayor, uno de los que atesoran las numerosas vocaciones que tanto han impactado a Jesús Fernández González (Selgas de Ordás, León, 1955) y que son parte de la realidad viva de una diócesis rica en muchos aspectos.

Jesús Fernández González, obispo de Córdoba

Jesús Fernández González, obispo de CórdobaPablo Castillejo

-La diócesis de Córdoba, en este Año Jubilar de la Esperanza, se ha sentido doblemente bendecida: por la elección del nuevo Papa, por supuesto, pero también por la llegada de su nuevo obispo. No podemos quejarnos.

- El Señor va llamando y encontrando respuesta para las necesidades que tiene la Iglesia. Y, entre ellas, está la de contar con pastores. Hasta ahora, ha tenido a don Demetrio, durante quince años, sirviendo con generosidad y acierto en esta diócesis. Y ahora me encomienda a mí, también sucesor de los apóstoles, continuar esa labor de anunciar el Evangelio, celebrar la fe y guiar al pueblo santo de Dios. En ese sentido, debemos dar gracias a Dios. Yo mismo también le doy gracias, por sentirme llamado y acariciado por su misericordia, porque, como cualquier ser humano, soy frágil y necesito de su ayuda. Gracias a la oración de tantas personas y al apoyo de la gracia, espero poder responder fielmente a la misión que se me encomienda.

- Su llegada a Córdoba coincide, además, con el 1.700 aniversario del Concilio de Nicea, presidido por el obispo Osio, originario de esta ciudad. ¿Qué significado tiene para usted asumir este ministerio en un momento tan simbólico para la diócesis cordobesa y para la Iglesia universal?

- Sentarse en la sede donde se sentó un obispo santo, sin duda, como fue Osio, con una capacidad intelectual muy elevada y con el coraje necesario para enfrentarse a las herejías —concretamente al arrianismo—, con esa habilidad para formular la fe y colaborar en la profesión de fe de la Iglesia universal, es una gracia enorme por la que hay que dar gracias a Dios. Su figura, ciertamente, ha situado a nuestra Iglesia particular en el mapa de la Iglesia universal. Ayer mismo me contaban un encuentro entre don Demetrio y el patriarca de Constantinopla en el que, al oír la palabra «Córdoba», este respondió espontáneamente con el nombre de Osio. Eso demuestra, efectivamente, que nuestra diócesis ha adquirido, gracias a él, un significado muy especial en la historia de la Iglesia.

-Usted preside la Comisión Episcopal de Pastoral Social y Promoción Humana. ¿Cree que su experiencia en este ámbito marcará, de algún modo, la acción pastoral en Córdoba?

- Creo que cualquier persona que trabaje en este campo deja, de alguna manera, una huella. Espero poder dejarla también aquí, porque, desde luego, el obispo, sin el pueblo fiel, sin los consagrados, sin los laicos, no puede llevar a cabo su labor. La misión es de todos. Pero, por mi parte, lo intentaré con todas mis fuerzas. El Señor nos concede carismas particulares a cada uno, y en mi caso, ya quise expresarlo en mi lema episcopal: Evangelizare pauperibus, evangelizar a los pobres. Creo que esa puede ser una de las notas que definan mi episcopado.

- Un obispo del norte que llega al sur: ¿es inevitable el contraste cultural?

- Creo que sí, que es inevitable. Cuando pienso, simplemente, en cifras —sin entrar en muchos otros datos— ya noto una gran diferencia. Esta diócesis tiene más de 800.000 fieles, mientras que la de Astorga tiene unos 220.000. En cambio, Astorga cuenta con casi mil parroquias y Córdoba con 232. Y, sinceramente, es mucho más llevadero tener 232 parroquias. Atender casi mil con apenas un centenar de sacerdotes es realmente difícil: tocan a una media de diez por cada uno. Desde ese punto de vista, la realidad aquí es más favorable.

Pero lo que más me ha impactado es la diferencia en el número de seminaristas. En Astorga había dos; aquí, si no me fallan las cifras, hay entre 46 y 47 entre los dos seminarios. Eso es un motivo enorme de esperanza.

En Astorga trabajábamos mucho por transformar estructuras: parroquias pequeñas y no autosuficientes debían unirse a otras. La dificultad ahí era lograr la comunión entre comunidades dispersas y en muchos casos despobladas. Es decir, la problemática pastoral será aquí muy distinta. Por eso mi intención es, ante todo, escuchar y aprender de esta nueva realidad para poder dar la mejor respuesta posible.

Lo que más me ha impactado es la diferencia en el número de seminaristas. En Astorga había dos; aquí, si no me fallan las cifras, hay entre 46 y 47 entre los dos seminarios.

- Volviendo al Concilio de Nicea, que se celebró —como usted ha recordado— para hacer frente al arrianismo, una herejía que negaba la divinidad de Cristo, 1.700 años después el Papa León XIV, en su primera homilía, afirmaba literalmente que «entre los bautizados existe un ateísmo que reduce a Cristo a un ser carismático». ¿No es casi inevitable encontrar cierto paralelismo?

- Pues sí, como usted señala, creo que hay un cierto paralelismo. Existe el riesgo de reducir a Jesús a una simple figura histórica, un hombre admirable. Es alguien que, de hecho, despierta admiración incluso entre quienes no creen en Él como Dios. Se valora especialmente su cercanía a los pobres, a los enfermos; su perfil social, su capacidad de afrontar el mal con valentía. Pero a menudo se le contempla solo como un ser humano, sin más, y, en definitiva, como un personaje del pasado.

Por eso, no es casual que el Papa Francisco titulase su exhortación a los jóvenes Christus vivit. Es una afirmación teológica profunda: Cristo no es solo una figura admirable del pasado, sino que está vivo, ha resucitado, es Dios. En esa exhortación, el Papa les decía a los jóvenes: «Porque Cristo vive, tú no estás solo, Él siempre estará a tu lado, siempre te apoyará». Y esa es la clave de la fe: creer en un Cristo vivo, resucitado, no en un personaje meramente histórico, por admirable que sea.

Monseñor Fernández, durante la entrevista

Monseñor Fernández, durante la entrevistaPablo Castillejo

- Ha hecho referencia a su lema episcopal, y llega a una ciudad marcada por una realidad incómoda: tres de los quince barrios más pobres de España están en Córdoba. ¿Qué le dice esto al nuevo obispo?

- Que hay una herida que debemos intentar sanar, o al menos empezar a curar. Cuando, como indican los informes de Cáritas, la pobreza se cronifica, resulta muy difícil salir de ella. La experiencia nos muestra que, cuando una persona cae en la pobreza, a veces incluso se acomoda en esa situación. Conocemos casos de personas que viven entre la basura —lo que clínicamente se denomina síndrome de Diógenes— y, sin embargo, manifiestan sentirse bien así.

Sin establecer comparaciones exactas, creo que algo parecido puede ocurrir con otro tipo de pobrezas: se llega a aceptar una vida sin dignidad como algo normal, porque se cuenta con una pequeña ayuda o con lo básico para sobrevivir. Pero eso no basta. Necesitamos una intervención global. No se trata solo de dar cosas; hacen falta educación, vivienda digna, y también una acción pastoral que ayude a descubrir a Dios.

Algunos estarán ya en otros credos, tal vez en comunidades evangélicas. Nosotros, como Iglesia católica, seguimos anunciando nuestra fe, y lo hacemos también desde una acción pastoral que crea comunidad, que acoge, que arropa a las personas como miembros de la misma Iglesia. Todo eso puede ayudarles a recuperar su dignidad.

Es una herida profunda que requiere la implicación de todos. Las instituciones públicas deben ser las primeras en actuar, porque nosotros, como Iglesia, no tenemos recursos suficientes para resolverla por nuestra cuenta. Pero estamos dispuestos a colaborar, a plantear proyectos, sin caer en la ingenuidad de pensar que esto se resolverá de un día para otro. Es un trabajo de largo alcance, incluso de varias generaciones. Lo que no puede ser es que Córdoba figure en ese ranking con tres barrios entre los más pobres de España.

- La exclusión tiene muchas otras caras, y volvemos así a la esperanza frente a otras formas de pobreza, como la soledad, las familias rotas o la decepción. La pobreza no es solo económica. ¿Qué mensaje ofrece la Iglesia ante esta realidad?

- Me alegra que me haga esta pregunta, porque efectivamente suele haber cierta confusión: tendemos a identificar pobreza únicamente con la falta de recursos materiales, y olvidamos otras formas de pobreza igualmente importantes, como es la pobreza social. Usted menciona la soledad, y yo la viví muy de cerca en Astorga, donde, al tratarse de pueblos pequeños, hay muchas personas mayores que viven solas. Pero esta realidad también está presente aquí, aunque los pueblos no sean tan pequeños, e incluso en las ciudades. De hecho, hay quienes afirman que la soledad en las ciudades es aún más dura.

Conozco casos de personas mayores que viven en pisos sin ascensor y apenas pueden salir a la calle, porque están enfermas o tienen alguna discapacidad. Ahí tenemos una tarea inmensa. Y nuestras Cáritas, así como otras instituciones de la Iglesia y también civiles que se dedican a lo caritativo-social, no pueden olvidar esta realidad.

No puede ser que Córdoba figure en ese ranking con tres barrios entre los más pobres de España

Existen otras pobrezas que también debemos cuidar, como la que se da en muchas familias divididas. Esa fractura genera un sufrimiento enorme, sobre todo en los hijos, que a veces se sienten como piezas de ajedrez movidas según la voluntad de uno u otro progenitor.

Estas formas de pobreza existen y requieren una mirada amplia, una sensibilidad profunda y una acción concertada por parte de todos para poder hacerles frente con eficacia y humanidad.

Monseñor Fernández, durante la entrevista

Monseñor Fernández, durante la entrevistaPablo Castillejo

- Llega a una diócesis en la que Cáritas está de cumpleaños: celebra 60 años de vida. Un movimiento de Iglesia cada vez más necesario, ¿no?

- Y si no existiera, como suele decirse, habría que inventarla. El año pasado fueron atendidas más de 22.600 personas. ¿Qué sería de ellas si no contásemos con recursos para vivienda, promoción del empleo, formación laboral, atención a las primeras necesidades, educación o acompañamiento a personas mayores en situación de exclusión, como hacemos, por ejemplo, en el hogar Madre del Redentor?

Ahí estamos, trabajando, y desde luego somos necesarios. Ojalá no tuviéramos que serlo, porque eso significaría que estamos logrando paliar todas las pobrezas. Pero, por desgracia, no es así. Como decía antes, en muchos casos la pobreza se cronifica, y eso hace que la labor de Cáritas sea aún más necesaria.

- Don Jesús, ¿se está entendiendo la sinodalidad?

- Creo que hay quienes aún sienten un cierto rechazo hacia la palabra «sinodalidad»; les resulta incómoda, quizá por desconocimiento. No entiendo muy bien la razón, porque, en el fondo, el concepto ya está presente en el Concilio y no significa otra cosa que comunión. La Iglesia es comunión, y por tanto estamos llamados a caminar juntos.

Se trata de una llamada a que todas las vocaciones y ministerios participen en esa marcha común. No se trata solo de los sacerdotes, como tantas veces hemos recordado. Es cierto que nosotros, y especialmente los obispos como sucesores de los apóstoles, tenemos la misión de presidir y pastorear. Pero todos los bautizados participan de la vida y misión de la Iglesia.

El propio Concilio lo afirma: todos compartimos, en diverso grado y responsabilidad, la misión profética y, en cierto sentido, también la sacerdotal, ofreciendo la vida por el bien de la Iglesia y del mundo.

- Su predecesor ha tenido una presencia muy firme en la diócesis. ¿Cómo afronta usted la continuidad, pero también la novedad de su ministerio?

- Lo realizado ahí está. La Iglesia se construye piedra a piedra, y don Demetrio ha puesto una parte importante en esa edificación. A mí me corresponde continuar la obra.

¿Novedades? Por el momento es un poco pronto para hablar de ellas. Pero, como decía antes, cada persona tiene su propio talante. Don Demetrio y yo compartimos una gran amistad, pero evidentemente cada uno es distinto, y eso se refleja en la sensibilidad, en la manera de afrontar las cosas. Además, las necesidades también cambian, igual que cambia la historia y la vida de la gente. Por tanto, hay que ir respondiendo a esas nuevas realidades.

Como señalaba, mi primera etapa será sobre todo de escucha y observación. Y desde ahí, desde el Evangelio —que tiene luz y respuesta para todo—, iré discerniendo y respondiendo a lo que vaya encontrando en el camino.

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