
Ana Sierra
Ana Sierra, maestra jubilada y ministra extraordinaria de la Sagrada Comunión
«Lo que recibimos es el reflejo de lo que hemos hecho»
En las recientes jornadas interreligiosas celebradas en Córdoba, Ana Sierra (Málaga, 1944) ofreció su testimonio y reflexiones sobre el papel de los mayores en la transmisión de valores y experiencias ,y también en el cuidado de aquellos que padecen alguna enfermedad, algo común en el tramo final de la vida.
El cuidado que ofrece Ana en la residencia de la Santísima Trinidad, donde vive desde hace algunos años, es humano y también espiritual. Mujer de profundas convicciones religiosas, es ministra extraordinaria de la Sagrada Comunión - una figura autorizada por la Iglesia católica para los laicos- y vive la vida con una esperanza imbatible y, sobre todo, alegre.
Viuda de militar, entre los muchos destinos que tuvo su marido acabó recalando en Córdoba desde su Málaga natal, (porque en esta plaza había Caballería), y ha ejercido durante 25 años como maestra de escuela, porque Ana estudió Magisterio sobre todo «para estar con los más pequeños», aunque renunció - sin traumas ni imposiciones- a su carrera profesional durante la crianza de sus dos hijos, adultos ya que ahora viven en Huelva y Alemania.
Su familia en la actualidad está en la residencia y en la parroquia. Se siente atendida, cómoda y feliz. Y es precisamente eso lo que ella trata de compartir cada día, con su afán correspondiente.

Ana Sierra
- ¿La vida es algo que pasa demasiado pronto?
-La vida no me parece algo que pase demasiado rápido. Creo que todo depende de cómo la vivamos. Si aprovechamos cada momento, el tiempo no se siente fugaz. Las experiencias no duran solo una o dos horas; algunas pueden extenderse días, meses o incluso años.
- El tiempo es un gran maestro si se desea aprender. ¿Qué le ha enseñado a usted?
-El tiempo me ha enseñado muchísimas cosas. A medida que pasan los años, uno asume nuevos roles, como el de maestra y educadora, especialmente con los hijos. Desde pequeños, aprendemos lo que luego enseñaremos, y con la madurez y la experiencia, volcamos ese conocimiento en quienes dependen de nosotros. Con el tiempo, cuando los hijos crecen y forman sus propias familias, la responsabilidad directa cambia, pero siempre hay maneras de seguir siendo útil. Aportar ayuda, compartir experiencias o simplemente reflexionar y transmitir valores, como al rezar el rosario, siguen siendo formas de contribuir y encontrar propósito en la vida.
-Antes, los ancianos eran profundamente respetados dentro de la comunidad.
- Respetadísimos.
- Ahora, en cambio, parece que molestan. ¿Qué nos ha pasado?
- Creo que el cambio en la educación ha influido mucho. Antes no existían las residencias de ancianos, o al menos no eran comunes. Cuando yo era joven, prácticamente no había, y hoy en día no hay suficientes plazas en ellas. Cada año abre una nueva, lo que indica un cambio profundo en la sociedad. En mi opinión, uno de los factores clave ha sido la incorporación de la mujer al mundo laboral. Antes, las mujeres solían quedarse en casa y podían cuidar de sus padres, sus hijos o de cualquier familiar con dependencia. Ahora, con la vida laboral tan exigente, ¿quién cuida de los mayores? Si no hay tiempo ni recursos para atenderlos en casa, la única opción es buscar una residencia o algún tipo de ayuda externa.
Cuando yo era joven, prácticamente no había residencias de ancianos, y hoy en día no hay suficientes plazas en ellas.
En mi caso, cuando llegué aquí, pasé mes y medio sin poder moverme de la cama. Luego, estuve un tiempo en silla de ruedas, después con andador, y ahora, afortunadamente, camino todos los días más de una hora. Pero todo esto influye en la dinámica familiar. Mis hijos trabajan y no tienen posibilidad de atenderme a tiempo completo.
- El creyente lo es no solo por tener fe, sino por mantenerla.¿Cómo se mantiene la fe con tanto desengaño y decepciones que provoca el prójimo?
-Mantener la fe no siempre es fácil, especialmente ante los desengaños, las dificultades y las injusticias que se ven en el mundo. A veces uno se pregunta: «Señor, pero...». Y ahí se queda, porque la fe, aunque firme, se enfrenta a momentos de duda.
En mi caso, siempre he procurado vivirla plenamente. Voy a misa todos los días, lo he hecho desde siempre, salvo en la etapa en que mis hijos eran muy pequeños. Mi petición constante al Señor es que me dé fe y que, a través de mí, otras personas también crean, conozcan y adoren a Dios.
Sin embargo, hay momentos en los que la realidad sacude esa certeza. Ves lo que ocurre en el mundo, la violencia, las guerras, la crueldad que surge por ideologías enfrentadas, y te preguntas: «Señor, ¿por qué permites esto?». Pero, al final, siempre queda la misma respuesta: «Tú sabrás». Es una entrega, una confianza en que, aunque no comprendamos todo, Él tiene su propósito.

Ana, en su ahbitación de la residencia Santísima Trinidad
-En su intervención en las pasadas jornadas interreligiosas y en un contexto social donde abundan las familias rotas, usted sostuvo que por muy herida que esté una familia, siempre puede crecer desde el amor.
- Lo que sucede es que, hoy en día, hay menos amor y menos convivencia. Las familias comparten menos porque pasan menos tiempo juntas. Cada uno está ocupado con su trabajo, y cuando llegan a casa, las obligaciones continúan: uno tiene que hacer una cosa, el otro otra, y apenas hay momentos para estar juntos. Antes, se podía compartir una conversación tranquila, sentados junto a la estufa, comentando el día, hablando sobre lo que le ha pasado al niño en el colegio o sobre cualquier preocupación familiar. Ahora, esa comunicación se ha perdido en gran medida, y eso, inevitablemente, desune. Creo que el problema es, sobre todo, la falta de tiempo.
- ¿Estamos, por tanto, condenados a la soledad?
- No diría que estamos condenados a la soledad. Creo que la actitud de cada persona influye mucho en su vida. Cuando alguien tiene las ideas claras, siempre encuentra la manera de llenar esos vacíos y dar sentido a su existencia. Lo digo desde mi experiencia, con mis ochenta años, habiendo vivido muchas cosas.
Es cierto que la memoria y la agilidad mental pueden no ser las mismas con el tiempo, pero sigo creyendo que la clave está en la voluntad de cada uno. La relación entre el hombre y la mujer, por ejemplo, debe basarse en la unión, el diálogo y el respeto mutuo. Si hay comunicación y ambos buscan entenderse, se puede seguir adelante. El problema es que muchas veces las discusiones se resuelven con un «anda ya» o un «déjalo estar», sin voluntad de escucharse. Sin respeto y sin querer llegar a acuerdos, todo se vuelve más difícil. Pero si hay amor, diálogo y compromiso, creo que siempre hay una forma de seguir adelante.
-Pero el mayor problema hoy en día, sobre todo de las personas mayores, es la soledad, ¿no?
-Totalmente. Creo que esto tiene mucho que ver con el cambio en el papel de la mujer en la sociedad. Desde que la mujer se ha incorporado al mundo laboral, la estructura familiar ha cambiado. Antes, solía haber alguien en casa para acompañar a los mayores, pero ahora, con las obligaciones del trabajo, esa presencia se ha ido perdiendo. Es mi opinión, pero creo que ahí está una de las claves de esta situación.
-Pero usted ha trabajado.
- Sí, sí, pero no cuando mis hijos eran pequeños. Hasta que tuvieron 12, 13 o 14 años —no recuerdo exactamente—, no empecé a trabajar fuera de casa. Durante ese tiempo, me dedicaba a ellos, aunque siempre buscaba maneras de estar activa. No podía quedarme quieta.
Cuando mis hijos fueron más mayores, sí empecé a trabajar, pero incluso antes ya me involucraba en muchas cosas. Fui una de las fundadoras de Adevida en Córdoba y llevé la residencia de Adevida durante muchos años, además del comité de adopción y otras responsabilidades. Siempre he sentido la necesidad de ser útil y de aportar algo a los demás.
Desde que la mujer se ha incorporado al mundo laboral, la estructura familiar ha cambiado.
- ¿Sabemos estar solos?
-Tenemos que aprender. Es algo que se aprende con el tiempo. Tengo muchas amigas, la mayoría mayores que yo, porque mi marido también lo era, y he mantenido esas relaciones. Algunas de ellas no saben estar solas y todo les parece mal. Algunas ya están en residencias, otras no saben qué hacer, y hay quienes viven pendientes de si su hija viene o no a visitarlas, con la incertidumbre de cuándo será la próxima vez.
Hay distintos tipos de personas: algunas aceptan su situación y se adaptan, ya sea en una residencia, con asistencia o viviendo solas, mientras que otras nunca terminan de encontrar su sitio. En mi caso, por ejemplo, no me sentiría cómoda viviendo sola en casa con una persona desconocida cuidándome día y noche. Aquí tengo algo fundamental para mí: libertad. Puedo hacer lo que quiero dentro de unas normas, pero sobre todo, siempre hay alguien con quien compartir una conversación, con quien hablar. Eso es importantísimo.

Ana Sierra, en su habitación de la residencia Santísima Trinidad
- ¿Le incomoda si hablamos de la muerte?
- No, en absoluto. La veo como un final natural, el destino hacia el que caminamos toda la vida. En el fondo, todo lo que hacemos, nuestra fe, nuestras oraciones, el ir a misa, todo tiene un propósito: prepararnos para ese momento. Creemos en Dios y en una vida más allá de esta, una vida plena y eterna. Así que, si rechazamos la muerte, en cierto modo, estamos rechazando también esa vida nueva que esperamos alcanzar.
- Sin embargo, hoy en día es un tema que se elude, no está presente.
- Es verdad, no se habla. Pero yo, en muchas ocasiones, cuando alguien dice «Ay, si yo me muriera...», soy la primera en responder sin miedo. No le temo a la muerte en absoluto.
- ¿Cuál cree que es la mejor forma de afrontar el último tramo de la vida?
- Creo que lo más importante es ser conscientes de que la vida avanza y valorar todo lo que hemos vivido. Hay que procurar mejorar cada día, porque al final, lo que recibimos es el reflejo de lo que hemos hecho. Si hemos obrado bien, tendremos una buena acogida; si no, no podemos esperar lo contrario. Al menos, yo lo veo así.