
Detalle de cubierta de 'La belleza de las fiestas'
El arte de celebrar: una lectura sobre la dimensión simbólica de la fiesta
Una obra luminosa que revela por qué la celebración es una forma profunda de conocernos
La belleza de las fiestas de Carmen Morán es un fascinante estudio sobre «el alma de la fiesta», un concepto tan universal como complejo de acotar, que abarca desde lo espiritual hasta lo íntimo –desde la ceremonia religiosa hasta el banquete, el espectáculo o el desfile–, cuya esencia compartida revela una faceta fundamental de nuestra identidad, pues «el ser humano es aquel animal que celebra fiestas». A diferencia de niños o animales inmersos en el presente, el adulto acota y establece reglas para suspender temporalmente la normalidad. Sin embargo, la fiesta no se limita a ser una suspensión de la cotidianidad ni un entretenimiento pasajero, sino que representa una manifestación significativa que irrumpe en la vida ordinaria con una fuerza simbólica singular.

Eolas (2024). 114 págnas
La belleza de las fiestas
Lejos de ser una evasión, se configura como un acontecimiento cargado de sentido, donde la realidad cotidiana –objetos, gestos, personas– adquiere una luminosidad inusitada bajo una nueva perspectiva; el alimento se transforma en banquete ritual y el atuendo se convierte en portador de promesas y significados. La fiesta se configura así como un ámbito simbólico privilegiado, en el que el ser humano recuerda y actualiza su vocación más alta: no la mera subsistencia ni la productividad instrumental, sino la capacidad de reconocer, expresar y custodiar lo que posee un valor intrínseco. En la dinámica del encuentro festivo resuena un eco de trascendencia, una vibración que desborda lo empíricamente constatable y apunta hacia una dimensión más honda de la existencia. Esa presencia velada, que se insinúa sin agotarse en lo sensible, es la que otorga a la celebración su intensidad emotiva y su poder perdurable, dejando una huella transformadora en la memoria y en el espíritu.
La fiesta no se reduce a una expresión de alegría. Cuando la celebración se vive con plena conciencia, quienes participan de ella se convierten en signos encarnados de un horizonte más amplio que los trasciende. El modo en que se presentan, los gestos que realizan, la manera en que se ornamentan y se disponen al encuentro con los otros, todo manifiesta una orientación hacia el sentido. Es en ese momento cuando la temporalidad habitual se abre a la experiencia de un tiempo intensificado, cualitativo, que revela una verdad que permanece oculta bajo la superficie de lo cotidiano. La fiesta es un acto epifánico, un lugar de revelación donde el ser se reconoce en su profundidad. Quien ha habitado ese espacio festivo ya no retorna siendo el mismo. Algo ha sido visto, sentido o intuido que transforma, incluso silenciosamente, la percepción del mundo y de uno mismo.
La belleza de las fiestas destaca que «el paganismo es una religión de fiestas» y traza una continuidad ritual que se extiende hasta la eucaristía cristiana, entendida como la repetición simbólica de un sacrificio que culmina en un festín convivial. Carmen Morán enfatiza el primer milagro de Jesús en Caná –la transformación del agua en vino– como una metáfora fundacional de la celebración auténtica, que no solo interrumpe el tiempo ordinario, sino que lo redime, al abrir una ventana hacia lo eterno en medio de lo transitorio. En el trance de la fiesta, el ser humano se percibe, aunque sea fugazmente, más joven y bello, brevemente inmortal; y aunque permanece latente el trasfondo trágico que recuerda la condición finita, lo divino se hace presente en la íntima conexión de la fiesta con el rito, que remite a los albores de la civilización: desde los sacrificios antiguos y las fiestas de la cosecha hasta la matanza del cerdo, actos en los que se entrelazan pietas, celebración y subsistencia comunitaria. En este marco, la fiesta se revela como una experiencia que convoca al «genio interior», una dimensión espiritual y transformadora que trasciende lo lúdico.
Carmen Morán articula con precisión la compleja relación entre fiesta y orden, al mostrar cómo toda celebración constituye una «sagrada ruptura del orden» que, paradójicamente, permite su restauración. Lejos de poner en peligro la estabilidad, la fiesta opera como un «respiradero» necesario para que la normalidad se reinstaure sin quebrarse, reafirmando así su papel esencial dentro del equilibrio cultural y simbólico de las sociedades.
A través del selecto mosaico festivo «Ocho fiestas para la eternidad», la autora nos invita a considerar estas celebraciones como manifestaciones que revelan aspectos de nuestra identidad, al explorar nuestra capacidad intrínseca de «suspender nuestra normalidad, disfrazarnos... y jugar», asumiendo roles en la mascarada teatral que toda festividad implica. La belleza de las fiestas no se detiene únicamente en el gozo, sino que se adentra en los márgenes sombríos de la celebración. Explora la melancolía y los riesgos del exceso que puede derivar en tragedia, desde el banquete de Pirítoo y el engaño del Caballo de Troya, hasta eventos modernos como el hundimiento del Titanic o la distorsión hedonista retratada en Saltburn. Esta proximidad entre celebración y catástrofe revela una tensión constante entre el júbilo y el hastío, entre la exaltación y el vacío.
La riqueza de este ensayo se ve reforzada por una densa red de referencias culturales, que abarcan distintas épocas y expresiones artísticas. Desde los banquetes de la antigüedad romana (ejemplificados en el episodio de «La cena de Trimalción» de El Satiricón, cuya recreación encuentra ecos tanto en las evocaciones literarias de Henrik Sienkiewicz y Marcel Schwob como en la reinterpretación cinematográfica de Federico Fellini), las fastuosas celebraciones barrocas organizadas en la corte española con motivo del nacimiento de Felipe IV, el texto despliega una genealogía del exceso y el ritual festivo. A ello se suman los bailes de disfraces organizados durante el reinado del zar Nicolás II, y las lujosas recepciones de los últimos salones de la belle époque, recreadas en El gran Gatsby de F. Scott Fitzgerald y llevadas al cine por Jack Clayton (1974) y por Baz Luhrmann (2013). Esta trayectoria culmina en las celebraciones vanguardistas del siglo XX, como las reuniones performativas en la Silver Factory de Andy Warhol y las noches extravagantes del Studio 54 neoyorquino, convertidas en emblemas de una sociabilidad artística marcada por la teatralidad, la transgresión y la celebridad.
La belleza de las fiestas constituye una reflexión profunda y emotiva sobre la festividad como un fenómeno intrínsecamente humano, que entrelaza lo sagrado y lo profano, el orden y el caos, la vida y la muerte; es una obra que ilumina con agudeza y sensibilidad las razones por las cuales celebramos, ofreciendo una visión esclarecedora sobre lo que revela de nosotros el impulso irrefrenable de suspender la realidad, aunque sea por un breve instante. La sutil reflexión final sobre el arte de «saber marcharse y hacerlo justo antes de que la conga descarrile» añade un toque de sabiduría contemplativa, al sugerir que la partida silenciosa, ser echado de menos antes de ser echado de más, es una metáfora de la vida misma.
La lectura de La belleza de las fiestas invita a sumergirse en una celebración del pensamiento, donde la erudición se entrelaza con la emoción y la memoria cultural. Como toda buena celebración, deja una resonancia duradera en quien la habita.