
Pintura mural de un jinete hallada en la domus de la calle Bisbe Caçador (siglo IV)
Leyendas de Barcelona
La leyenda de las tres vírgenes cristianas que hicieron brotar agua de un pozo seco en Barcelona
Un relato milagroso en la Barcino romana protagonizada por un cesto y un manto
Esta leyenda transcurre en Barcino, la Barcelona romana. A finales del siglo III, una gran sequía afligía a la ciudad. Para regar las calles y lavar utensilios, debía usarse el agua del mar, pero como esta no es potable, ni sirve para lavar la ropa, la gente iba en tropel a un pozo situado en las afueras de la ciudad, de donde sacaban escasa agua.
El cielo parecía haber cerrado sus cataratas, y únicamente nubles de color cobrizo se veían vagar por el firmamento. Una mañana, antes de rayar el alba, tres jóvenes doncellas se dirigían presurosas al pozo a fin de llenar una hidria que la más niña llevaba en la cabeza. La mayor, cuya condición demostraba que era una esclava, tendría unos cuantos lustros, y su fisonomía revelaba el tipo judaico. Se llamaba Julia.
La segunda era algo más joven. Su tipo era bello y también extranjero y en sus hermosos rasgos se conocía la raza helénica. Y si alguna duda quedaba, la redecilla griega que recogía los cabellos de la joven y el friso de su amarillo manto y tunicela con guarnición de grecas, lo daban a comprender. La tercera era una niña, y en su cara se veía el verdadero tipo layetano, del cual es fiel trasunto el catalán.
Julia iba sin llevar cosa alguna, pues las dos loquillas se empeñaron en que ellas querían llevarlo todo, y en vano la pobre esclava se desgañitaba queriendo tomar a la una la hidria y a la otra el cesto, pues no había forma de que lo soltasen. «Bastante trabajas todo el día, pobre Julia», decía Eulalia, y añadía: «No es menester que te canses llevando la hidria».
«Cuando tú la llevas, bien podré yo», decía Julia. «Lo veremos», contestó Eulalia, y apuntó: «No se trata de desobedecer a su ama». Pero Julia insistió: «No lo permitiré, la hidria llena es demasiado peso para ti». Y abalanzándose a la niña quiso coger la hidria. Pero aquella se resistió, riendo y corriendo por la pradera, pues estaban ya en las afueras de la ciudad.
«No, no me la tomarás, pues yo quiero llevarla. No tú, pobre Julia, tan fatigada de los trabajos de todo el día», decía. Pero Julia no quiso obedecer, y si la llevaré yo o si la llevarás tú, corriendo y bregando entre risas y bromas, la hidria, que era de barro, se vino al suelo y se hizo mil pedazos, dejando tristes a la niña y a las dos jóvenes.
El cesto milagroso
«Buena la habéis hecho», dijo Madrona, inquiriéndoles con qué iban ahora a traer el agua. «Con este cesto», dijo Eulalia. El cesto contenía la cuerda para sacar el agua del pozo. «El pozo está seco», dijo Julia. Las dos jóvenes se pusieron de rodillas y oraron con fervor a Dios. Entonces se oyó un ruido subterráneo.
Parecía que un río caudaloso corría por las entrañas de la tierra. Julia dio un grito y exclamó: «¡El agua aparece a borbotones en el pozo, y el cesto está lleno de ella!». «Súbelo», dijo Eulalia. El cesto subió lleno de cristalina agua, y por entre los mimbres no manaba ni una gota. Julia se apoderó del cesto milagroso y se dirigió a la casa, acompañada de la niña y de la joven griega, cuando el cielo empezó a cubrirse, y truenos y relámpagos anunciaron una tempestad.
«Corramos o vamos a llegar a casa caladas por la lluvia que nos amenaza», dijo la esclava, a lo que Madrona respondió: «No hay cuidado; tomad cada una punta de mi manto griego, y estad seguras de que ni una gota os mojará». Las dos jóvenes tomaron el manto, poniendo a la niña Eulalia en medio.
Se desencadenó la tempestad, pero ni una gota de lluvia mojó el vestido de las tres vírgenes cristianas, las cuales llegaron a casa sin haberse mojado siquiera y tonel cesto lleno de agua, con la cual pudo apagar la sed la familia.