Los modernos ya no van a los polígonos
Es imprescindible y saludable contar con un archienemigo en nuestras vidas y que, sobre todo, esté a nuestra altura. De nada vale que sea un simple e inofensivo contrincante que no sepa tirar de faca conceptual ni sepa hacer la «o» con un canuto. No. No es de recibo que nuestro enemigo acérrimo y visceral -puede ser su vecino del quinto- sea un vulgar cantamañanas de mecha corta y suspiro progresista. No. Nuestros archienemigos deben ser grandiosos, hechos a la medida de nuestras posibilidades. Al cruzarnos con nuestra némesis, con nuestro inigualable rival, por las aceras de nuestro barrio, o en los pasillos de la oficina, o en el andamio del curro, o en la pista del último disco-pub de moda, debemos estar preparados para una batalla dialéctica y cruel sin cuartel. De nada vale poner un puente de plata al archienemigo que huye, pues a la medida de su miseria corresponderá la talla de nuestra grandeza. Y al revés. Ponga un Moriarty en sus vidas, insensato, tal Sherlock Holmes de barrio. Un archienemigo moriartyano que, en mi caso, he de confesar, son los «modernos»: esa especie humana autóctona tan de moda.
Nuestros representantes (sic) políticos quieren ser modernos. La frutera quiere ser moderna. Mi madre quiere ser moderna. Los «cayetanos» quieren ser modernos. Los inspectores de Hacienda quieren ser modernos. Bellido quiere ser moderno. La vecina del quinto quiere ser moderna. El de la pajarita del Partido de la Oposición en nuestro Ayuntamiento quiere ser moderno. El cura de mi parroquia quiere ser moderno. Y es que ahora todo hijo de vecino dice querer ser moderno: aspiran a vestir como ellos, a pensar -es un decir- como lo harían ellos, a votar cada cuatro años lo mismo que depositarían ellos, a vestir como solo ellos saben hacerlo para, por ejemplo, ver todos juntos la Final de Eurovisión en una quedada taco moderna en la casa gentrificada del más moderno de ellos. A los modernos les encantan los prefijos «mega», «súper» e «híper». Por ejemplo, utilizan mucho híper-súper-mega-guay, así, del tirón, sin respirar. Las criaturas.
Antes, el Híper era donde la clase media compraba cosas de la clase media. Aquella a la que le han arrebatado todo. Sí, tiene usted razón, todo es un poco cuadro.
Pero, hete aquí, sorprendentemente, que también hay cosas que los modernos detestan. Por ejemplo, los libros cuyas frases contengan más de cuatro palabras sin que dos de ellas sean anglicismos. No pueden con ellos. Con esos libros, digo. Les da repelús. Pero hay un lugar que esta tribu urbana odia por encima de todo: los polígonos. Ergo, suelo frecuentarlos.
La última semana he frecuentado tres polígonos de nuestra ciudad. No pregunten el porqué. Chinales, Las Quemadas y La Torrecilla. Suele ser a primera hora o última de la mañana. Donde todos sabemos que pasan las cosas. Las verdaderas. Donde nunca nos encontraremos a un fan de Sidonie dando saltos. Donde aún se pueden comprar tornillos en las Tornillerías, y un Centro RETO donde vislumbrar la última cómoda seria y elegante de nuestras vidas, vinilos de El Fary, tocadiscos con un olvidado LP de Georgie Dann en el plato, la última encimera gastada por alguien que puedo ser su abuelo. Hogueras en mitad de la noche cruzando el canal del Guadalmellato camino del RETO en la carretera de Villarrubia. Y no es Blade Runner, no, modernos.
Bares de tragaperras, carteles de Toros, carajillo corto de café y mondadientes en comisura. Mobylettes en cada esquina y desguaces de viejas caravanas, en un mundo todavía al margen del control woke y bares de menú por mil quinientas pelas, talleres clandestinos en un soplo de aire fresco que pronto se acabará. Olvidemos la moral calvinista ante la que nos vendemos una y otra vez. Vertederos, fábricas de muebles baratos y monos azules mahón de obrero industrial. Aquello que nuestra patria -la casa de nuestros padres- vendió como industria desmantelada por designios de un complejo europeo en manos de oligarcas. La patria -sobre todas las cosas- está también en los polígonos, como en los descampados, en las catedrales y en los mercados de abastos.
Hay un merendero cubierto con una parra junto a un corral de gallinas y una carpintería metálica en el polígono de Chinales, detrás de una gasolinera, cuesta abajo. Alto ahí. Cada vez nos quedan menos trincheras donde resguardarnos de la Modernidad. Es allí donde me escondo de mis ex y de mis acreedores.
Todo esto lo sé porque yo, una vez, fui moderno. Como también sé que ni en mil vidas podré pagar tamaño disparate.