No se pueden prohibir 10 millones de votos
Grave error de la democracia alemana abrir la vía para la ilegalización de la AfD, a la que deben confrontar haciendo un trabajo que no hacen, no con prohibiciones
Vila Nova de Cerveira es un hermoso y pequeño pueblo portugués de 1.400 vecinos a orillas del Miño, cerca ya de su desembocadura, y con Galicia enfrente, a tiro de puente. Todo está muy cuidado. El enclave resulta encantador, destacando su castillo sobre el río. Pero como ocurre en toda la Europa rural –y también en parte de la urbana–, su población se encuentra muy envejecida por el suicidio demográfico en que nos hemos metido, hasta el extremo que existen puestos de trabajo que no logran cubrir. Esa carencia de mano de obra básica supone un problema para la economía de la zona, de pulso bastante dinámico.
Y de repente, todo ha cambiado en Cerveira: acaban de instalarse en la villa ochenta familias venidas de Bangladés. Su llegada presenta una vertiente positiva para la economía, pues se ocuparán de las tareas desatendidas. Además se les abre una oportunidad de mejorar sus vidas y el cristianismo nos enseña que tenemos el deber de acogerlos.
Pero sería faltar a la verdad proclamar que todo es de color de rosa. La nueva situación ha desconcertado a los vecinos portugueses y suscita quejas. De entrada, aparecen unas personas que ignoran la lengua local y hablan en una exótica, indescifrable. También choca su higiene y aspecto (hasta su aparición el turbante solo se veía por allí en las películas). El credo de los recién llegados es musulmán tradicionalista, lo cual tampoco encaja con los hábitos europeos. Los hombres tratan a las mujeres con una arrogancia machista que resulta desagradable. Por supuesto los servicios sociales y sanitarios se ven tensionados. Vecinos humildes han perdido plazas de guardería pública y subvenciones porque ahora hay que dar prioridad a las familias bandaglesíes, por ser las de menor renta y vidas en el alambre. También ha surgido algún pequeño problema de orden público.
En resumen: en Cerveira viven un cambio que supone toda una revolución para su mundo pacífico, un poco soñoliento. Y eso, queramos asumirlo o no, supone un problema político de primer orden. Además, Cerveira es un páramo vegetativo y esos inmigrantes sí van a tener muchos hijos, con lo cual la idiosincrasia de la villa cambiará a la vuelta de unas décadas.
Casos similares se reproducen por toda Europa. Se debe a que no controlamos nuestras fronteras y a que nuestro hedonismo, que ha hundido la natalidad, hace que necesitemos remesas de inmigrantes para mantener la economía, para conservar un horizonte demográfico que haga los países mínimamente viables y para mantener muchos servicios cotidianos (en Madrid es ya rarísimo encontrar españoles de toda la vida –valga la expresión– en la hostelería o cuidando a ancianos).
Los partidos tradicionales de las democracias europeas han incurrido en la miopía irresponsable de no querer afrontar esta nueva realidad. No han ofrecido respuestas a los vecinos agobiados por ella. Han abandonado a una clase media que está molesta también por su pérdida de poder adquisitivo. Acogotados por el torniquete fiscal que mantiene el onerosísimo Estado del bienestar y por la desertificación industrial de Europa, millones de europeos observan doloridos que sus hijos vivirán peor que ellos. El resultado de la dejación de funciones de la política clásica es la aparición de formaciones nacionalistas de puesta en escena populista, que sí abordan el problema de la inmigración y que denuncian sus excesos, aunque a veces lo hagan con demasiada brocha gorda y nula caridad cristiana.
Una de esas formaciones es Alternativa para Alemania (AfD), fundada en 2013 por algunos miembros de la CDU más conservadores y euroescépticos. Con el tiempo han ido endureciendo su ideario. Hoy son tajantes contra la inmigración, abogan por dejar la UE y el euro y por entenderse con Putin, rechazan todas las políticas climáticas y llegan a decir que el CO2 contaminante es bueno para las plantas y les molesta que Alemania siga culpándose por sus atrocidades bajo Hitler.
Mis gustos políticos son más moderados que los de la AfD. Además, su líder, Alice Weidel, me parece una cantamañanas, pues hace con su vida exactamente lo contrario de lo que predica con su partido (está casada con una inmigrante de Sri Lanka, con la que vive en Suiza y con la que ha adoptado dos hijos, y es lesbiana y atea mientras proclama que su partido «es el único cristiano de Europa»). Pero dicho esto, considero grave e inaceptable la maniobra que ha iniciado el establishment alemán para abrir una vía que podría acabar en la ilegalización de la AfD, y tampoco son de recibo los mal llamados «cordones sanitarios» de los partidos clásicos.
La AfD es un partido nacionalista alemán, euroescéptico y conservador, que ha sido la segunda fuerza en las generales de este año, con 10,3 millones de votos (dos millones más que el SPD), y además ha arrasado en la antigua Alemania del Este. Ahora la oficina de inteligencia alemana concluye tras una investigación que la AfD supone un peligro para la democracia alemana por su ideario y se abre la vía hacia su prohibición. Y eso es un abuso y un desatino, porque la AfD no es más que la expresión de un problema que los partidos convencionales han desatendido y porque no se puede pisotear la voluntad de diez millones de personas. Esos votantes tienen el mismo derecho a expresar sus ideas que los ciegos que todavía apoyan a la execrable extrema izquierda, o a las utopías verdes histéricas que se están cepillando la economía europea, o a partidos xenófobos que demandan independencias regionales por un móvil supremacista.
Si Alemania prohíbe a la AfD pretextando que así protege la democracia, en realidad habrá dejado de ser una democracia.