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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Siempre disparan a los mismos

Una mirada al pasado reciente y al remoto permite establecer una inquietante teoría al respecto de la violencia política

Actualizada 01:30

No es nada difícil escucharle a todo tipo de dirigentes políticos de extrema izquierda advertir sobre la amenaza mundial que supone la ultraderecha, el saco en el que meten por igual, sin distinción alguna, a Meloni que a Le Pen, a Feijóo que a Abascal o a Trump que a Milei.

En España llevamos lustros escuchando la sandez, hasta el punto de que no hace tanto se calificó a Mariano Rajoy de la «derecha más radical de Europa» o se incluyó en ese epígrafe a Albert Rivera, el mismo que pactó con Sánchez un programa con el que el socialista intentó ser investido en su primera y estrepitosa derrota electoral.

Los amantes de ese brochazo tienen, curiosamente, muchas más dificultades para calificar a los más siniestros iconos de las latitudes ideológicas bermellonas, y hay que ser un zahorí para encontrarles una crítica a Maduro, Otegi, Petro, Díaz Canel y como nos descuidemos hasta Kim Jong-un, como mostró no hace nada nuestro Pedro Sánchez dando cabezazos laudatorios en el mausoleo de Ho Chi Minh, experto en hacer rollitos vietnamitas con sus paisanos.

Esa hipérbole sobre los rivales, en la que no hay distinción alguna y todos forman parte de la 'Internacional Ultraderechista' con la que el PSOE intenta desviar la atención de sus guerras sucias, sus escándalos y sus trampas antidemocráticas; casa mal con el sentido común, pero también con los hechos.

Porque una simple mirada hacia atrás, sea de un siglo o de 24 horas, arroja el escalofriante resultado de que, en realidad, quienes siempre mueren o sufren un atentado no son precisamente políticos izquierdistas, con la excepción del pobre Salvador Allende, que se pegó un tiro a sí mismo y no está claro si puede entrar en la categoría donde sí están Trump, Bolsonaro, Shinzo Abe, Villavicencio, Fico y ahora Uribe, todos objeto de violencia que, en dos de los casos, acabó en muerte.

Y la propia historia de España es un compendio de crímenes políticos contra representantes liberales y conservadores: Prim, Cánovas del Castillo, Canalejas, Dato y Carrero Blanco, los cinco presidentes, perdieron la vida en brutales atentados, como José Calvo Sotelo. Y Maura o Aznar también sufrieron episodios de violencia que bien pudieron llevarles al cementerio.

Alguno se me olvidará en la lista, pero ese breve repaso nacional y foráneo, al que puede añadirse al republicano Lincoln, al demócrata Kennedy, al radical Fortuyn y al socialdemócrata Palme; prevalecen políticos a los que de un modo u otro el discurso más zocato sitúa en el extremismo fascista, en las orillas de esa calificación o en todo caso al margen de la democracia.

Las únicas escenas violentas que hemos visto durante años en España, como añadido, también han tenido como objetivos a Vox, el PP o Ciudadanos, a cuyos líderes han apedreado, corrido a boinazos, desinfectado con lejía o incluso expulsado según qué lugares se atrevían a pisar; en episodios sistemáticamente silenciados por quienes luego, al más mínimo roce parlamentario en los parámetros de la retórica hiperventilada, no dudan en presentarlos como ejemplos de «violencia política».

Lo cierto es que siempre disparan a los mismos, con excepciones igual de condenables en la otra acera, más fruto del delirio individual de algún trastornado que del fomento de un escenario propicio al surgimiento de esa criminalidad ideológica. Todo ello es repudiable y hay que calmar las aguas siempre turbulentas de la vida, pero con una premisa incuestionable: los que cobran, mueren o quedan malheridos siempre son, con dolorosas excepciones, los mismos. Ésos a los que Sánchez y compañía señalan un día sí y otro también.

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