
La biblioteca de Alejandría
La biblioteca de Alejandría: sueño de los Ptolomeos y enigma histórico
El ensayo de Canfora acerca del gran centro de erudición de la antigüedad merecía ser traducido al castellano tanto como el público hispanohablante tenía la necesidad de su lectura
¿Qué no daría cualquiera por tener entre sus manos las obras manuscritas de Aristóteles? ¿Y la primera traducción al griego de las Sagradas Escrituras hebreas, llevada a cabo por los setenta y dos sabios en setenta y dos días? ¿Y los discursos de Demóstenes que nunca declamó, o la información que Tucídides nunca escribió acerca de la guerra del Peloponeso? Estas suculentas preguntas no sólo despiertan nuestro interés hoy, sino que ya lo hicieron hace más de dos mil doscientos años.

Traducido por Xilberto Llano Caelles
Siruela (2025). 192 páginas
La biblioteca desaparecida
Ptolomeo II Filadelfo (r. 285-246 a.C.), uno de los principales epígonos, o sucesor de los sucesores (diádocos) de Alejandro Magno, deseó hacerse con todo el saber de su tiempo. Aunque la idea original se debió al genio del peripatético Demetrio de Falero, quien comenzó la gran obra bibliófila durante el reinado de Ptolomeo I Sóter (r. 305-282 a.C.). Tamaña empresa, que pronto se demostró imposible (y más en los tiempos en que los big data se constreñían a la capacidad de estantes disponibles en un templo), Filadelfo necesitó el trabajo constante de un centenar de eruditos que el filósofo escéptico Timón definió como «garabateadores de libros, que picotean eternamente en la jaula de las Musas», o, en otras palabras, en el Museion de Alejandría, construido en la ciudad del delta del Nilo –centro del poder macedonio en Egipto– por Sóter.
Pero, aunque el reto se vislumbrara mayúsculo, Filadelfo no se arredró, sino al contrario. Llevó a cabo una búsqueda odiseica «para recopilar en Alejandría ‘los libros de todos los pueblos de la tierra’», para lo que estimaban que «serían necesarios quinientos mil rollos». Como recoge el insigne clasicista italiano Luciano Canfora en La biblioteca desaparecida, «Ptolomeo concibió una carta ‘a todos los soberanos y gobernantes de la Tierra’, en la que pedía que ‘no dudasen en enviarle’ las obras de cualquier género de autores, ‘poetas o prosistas, rétores o sofistas, médicos y adivinos, historiadores y todos los demás’. Ordenó que fuesen copiados todos los libros que se encontrasen en las naves que hacían escala en Alejandría; que los originales fuesen retenidos y a sus poseedores se les entregasen las copias».
Tras treinta y nueve años de su publicación italiana original, ve la luz por fin en castellano, de la mano de la editorial Siruela y con traducción de Xilberto Llano Caelles, una obra genial de Canfora, La biblioteca scomparsa (La biblioteca desaparecida), publicada por primera vez en Palermo en 1986. Este breve ensayo, curioso y delicioso a partes iguales, no debe ser pasado por alto ni por los amantes de los libros ni por los de la antigüedad.
Cada capítulo del breve volumen, a modo de relato aislado, se centra en un tema en apariencia individual, pero que forma parte, como la tesela policromada de un mosaico ravenate, de la imagen resultante que es la biblioteca de Alejandría: Aristóteles y la obtención de su obra por Neleo, que no dudó en engañar a los enviados alejandrinos; Homero y sus comentaristas/correctores; la aparición de la poderosa biblioteca rival del reino de Pérgamo en la carrera bibliófila (una especie de carrera espacial, pero con libros); algunos de sus más insignes visitantes, como Diodoro de Sicilia o Estrabón de Amasia, cuyos trabajos se alimentaron opíparamente de las bibliothékai (literalmente «estanterías») del Museion (y después también del Serapeion) alejandrino; etc. Lo más importante, la magnífica narración. Canfora prepara preciosistas piezas de un puzle que, finalmente, encajan a la perfección.
Hay que señalar, por otra parte, la diferencia entre las dos mitades que componen el volumen de Canfora, pero que son igual de necesarias: la primera mitad (pp. 11-103) engloba la temática anterior a la destrucción de la biblioteca y su definitiva desaparición, es decir, desde el siglo III a.C., momento de su creación durante el reinado de Ptolomeo I Sóter, hasta el siglo VII d.C. cuando, por encargo del califa Umar, el emir ‘Amr ibn al-‘As quemó hasta el último de los rollos albergado en la biblioteca, material que tardó en torno a seis meses en ser destruido de manera sistemática, salvándose únicamente Aristóteles; la segunda mitad (pp. 111-188) orbita en torno a los datos e investigación de la destrucción de la biblioteca, esclareciendo quién fue realmente la mano ejecutora del gran templo de la sabiduría antigua. ¿Fue César tras su toma de Alejandría? ¿O fue el patriarca Teófilo? ¿O acaso sería el califa Umar, quien se encargaría de la unificación de las versiones del Corán en una sola? Merece la pena andar el camino que propone Canfora para llegar al final. Como escribió Kavafis en su poema «Ítaca», «pide que el camino sea largo».
Mucho más habría que decir de este magnífico (por contenido, no por tamaño) ensayo. Sin embargo, bastará aquí con exponer fugazmente, a manera de reflexión, cómo hubo un tiempo en el que los gobernantes medían el prestigio de sus reinos con el baremo de sus bibliotecas, de sus museos, de su cultura, al fin y al cabo. Paralelamente, era un tiempo en el que también –y siempre circunscrito al lugar y al periodo– imperaba el analfabetismo entre la mayoría de la población, lo que la imposibilitada a la hora de acceder a toda esa belleza concentrada. Eran tiempos en los que se consideraba el saber como un valor difícilmente igualable.
En contraposición está el mundo de hoy, momento álgido de una lucha titánica, terrible fragor, donde la adquisición de habilidades (¿?) substituye a la posesión de conocimientos; el desarrollo de competencias al amor por la sabiduría; y donde, en fin, tanto sistema para facilitar la vida no ha dejado ni un triste rincón para las «estanterías» (bibliothékai) que acumulan rollos, saberes inútiles y poco prácticos. La lectura de La biblioteca desaparecida de Canfora funciona, verdaderamente, como un reconfortante bálsamo.